Una guerra justa

de Robert Brooks

Primera parte: La orden de la jefa de guerra

Su hijo yacía inmóvil. Hacía semanas que había muerto, pero solo ahora descansaba.

«Temo por él».

«No debes temer nada» —había dicho Colmillosauro mucho tiempo atrás.

Se arrodilló en el frío y firme suelo de piedra de la Ciudadela de la Corona de Hielo y cogió en brazos al muchacho.

«Están transformando a nuestros hijos. Te han transformado a ti».

«Los brujos me otorgaron un don. Antes era poderoso, pero ahora soy un torbellino —había dicho él—. Soy la encarnación de la guerra. Colmaré de gloria a mi pueblo hasta el día en que muera».

Qué extrañas resultaban ahora aquellas palabras. Qué inmundas.

Levantó el cadáver de su hijo y lo sacó de la ciudadela. Los ojos de decenas de campeones se posaban sobre él. Tanto los soldados de la Alianza como los de la Horda se hicieron a un lado. Algunos lo saludaron en silencio, rindiéndole homenaje en su pesar.

«Nuestro hijo no debe seguir tus pasos».

«Que se quede en nuestro mundo, amor mío. Estará a salvo. Indemne».

La Ciudadela de la Corona de Hielo desapareció. El frío seco de Rasganorte fue sustituido por el sol cálido y el aire húmedo de Nagrand. Dejó a su hijo sobre una pira apagada, cerca del lugar de reposo de la familia. Ahora iba vestido con prendas sencillas de Garadar, el lugar que había conocido de chaval.

«Antes de irte, ¿qué nombre le vas a poner?».

«Es mi corazón. Es el corazón de mi mundo entero» —había dicho él.

Tocó la pira con una antorcha encendida. Las llamas naranjas se avivaron, primero en la yesca, luego en los troncos. Unos destellos azules y blancos rielaron entre las llamas a medida que el fuego aumentaba de temperatura. Se obligó a mirar a las llamas mientras consumían a su hijo. Era su último homenaje al muchacho; no apartaría la vista. Vio cómo la piel cedía el paso al músculo, al hueso y, por último, a las cenizas.

—Lo llamaré Dranosh, «corazón de Draenor».

* * *

Varok Colmillosauro se despertó. Su respiración era lo único que turbaba el silencio de la alcoba. Se percató de que volvía a tener húmedas las mejillas.

«Los sueños no sirven de nada».

Cuando dormía, no tenía sueños proféticos que hablasen del futuro y revelasen verdades sobre el pasado. Tanto mejor, porque ese tipo de visiones tampoco le habrían servido de nada. ¿Cómo iba a librar una guerra sabiendo que estaba destinado a perderla... o lo que es peor, a ganarla? Para un guerrero no había nada más peligroso que el exceso de confianza, y el año anterior había constatado que no era fácil interpretar el destino.

No, sus sueños no eran más que un amasijo de recuerdos.

A veces soñaba con batallas libradas décadas antes. Volvía a correr por las calles de Shattrath y le resonaban en los oídos los gritos de los draenei y los estertores de los poderosos guerreros envenenados por la niebla roja de los brujos. Volvía a perseguir a los humanos por las calles de Ventormenta y notaba el calor en la piel mientras ardía toda la ciudad. Había disfrutado con aquellas matanzas. La corrupción que corría por sus venas le había hecho gozar. No había pensado en la deshonra y no había dudado en derramar la sangre de los inocentes.

Los remordimientos llegaban al despertar. Notaba las punzadas de la vergüenza clavándose en su interior, tan dolorosas como cuando fue liberado de la sangre corrupta. No aborrecía el dolor; es más, lo aceptaba de buen grado. Se lo había ganado. Cada año le pesaba más, pero lo soportaba en silencio, con dignidad y sin queja, como penitencia por sus pecados. Era un modesto sacrificio a cambio de su supervivencia.

Cuando era joven, el orco se imaginaba que tendría una muerte rápida y honorable en combate, pero ahora se preguntaba si le habrían condenado a sobrevivir a todo el mundo.

Se levantó del camastro y se acercó a la ventana con vistas a Orgrimmar. Aún faltaban varias horas para el alba, y el frío de la noche lo envolvió. De repente, oyó unos gritos procedentes del sur. Estiró el cuello hacia los portones que daban a los desiertos de Durotar. Su alcoba estaba en una de las torres más altas de Orgrimmar, con vistas a casi toda la ciudad. Los gritos y las alarmas le habían despertado innumerables veces a lo largo del último año. La invasión de Azeroth por parte de la Legión Ardiente había afectado al mundo entero. Los demonios habían intentado abrir más de una vez los portones traseros de Azshara, y Orgrimmar había pagado un alto precio por la victoria.

Lo de aquella noche no era para tanto. Apenas veía movimiento cerca de los portones; solo se oían los gritos furibundos que dirigía a sus subordinados un oficial de la guardia nocturna.

«Otro espía que se escapa», supuso Colmillosauro.

Durante las últimas semanas habían proliferado los avistamientos de miembros de la Alianza en Orgrimmar. La jefa de guerra había humillado recientemente al rey de Ventormenta, Anduin Wrynn, y el muchacho había enviado tantos espías a la ciudad que la guardia estaba paranoica.

Era una estrategia inteligente, sobre todo porque los espías mantenían los puñales envainados. Matar a miembros de la Horda habría atizado el odio y arrimado a las dos facciones a la guerra, pero se habían limitado a vigilar a la Horda y a evitar que los capturasen, una semana tras otra.

Estaban enviando un mensaje que hasta el peón más estúpido era capaz de entender: «No podéis ir a la guerra. Sabemos todo lo que hacéis y estaremos listos».

Sylvanas Brisaveloz no había mordido el anzuelo. Si la jefa de guerra hubiera enviado a sus mejores cazadores de espías a Orgrimmar —en la cantidad necesaria para erradicar a los espías de la Alianza— se habrían perdido muchas vidas sin provecho alguno. Por eso no había hecho nada.

«Vigiladnos todo lo que queráis» era su respuesta. «Perdéis el tiempo».

Colmillosauro estaba de acuerdo. La guerra acabaría llegando, como siempre. No había que precipitarse.

Volvió a la cama. La jefa de guerra quería hablar con él aquel día y necesitaba descansar.

* * *

Colmillosauro dejó la alcoba al alba para inspeccionar la ciudad.

El sol ya se había alzado muy por encima de la muralla de Orgrimmar para cuando llegó al Valle del Honor. Estaba muy concurrido, pues los monjes tenían que instruir a un nuevo grupo de estudiantes. El líder pandaren Ji Zarpa Ígnea estaba realizando una demostración de una disciplina de combate sin armas. Dirigió una sonrisa a Colmillosauro y le hizo un gesto mientras ejecutaba el movimiento. Colmillosauro le devolvió el saludo golpeándose el pecho con el puño y siguió caminando.

Los portones traseros ya estaban abiertos a los mercaderes y viajeros procedentes del Muelle Pantoque. Se acababa de realizar el cambio de guardia.

—Mucho movimiento, una vez más —le informó un orco con una cicatriz irregular en la mano.

—Espías —añadió un goblin con un par de dagas en el regazo—. Ojalá cayera alguno en mis manos.

Colmillosauro se alejó de los portones traseros y recorrió los farallones del norte, donde todo parecía en orden. Terminó la inspección del Valle de los Espíritus y luego, al llegar a los portones principales, decidió desviarse de su ruta habitual. Salió de Orgrimmar y caminó hasta la costa. Unos cuantos mercantes y navíos de la Horda habían atracado y estaban descargando y abasteciéndose para nuevas travesías. Solía haber más veleros a la espera en los bajíos, pero en estos tiempos, con todas las pérdidas sufridas ante la Legión, ya no había tantos barcos en el mar.

Colmillosauro distinguió una silueta oscura que se deslizaba a hurtadillas por las almenas, siguiéndolo hacia el mar.

—Te veo —murmuró para sí.

A plena luz del día, un espía lo tenía complicado para salir de la muralla sin ser visto. Como era de esperar, consideraban que el alto señor supremo Colmillosauro era suficientemente importante como para tenerlo bajo vigilancia en todo momento.

Casi era hora de presentarse ante la jefa de guerra. Colmillosauro volvió por los portones principales y oyó lo que parecían unas risotadas provenientes de las almenas. Se detuvo. Sí, eran la risa estruendosa de un tauren, la aguda réplica de una orco y las carcajadas estridentes de otros.

Subió por la escalera más cercana. Fueran quienes fuesen los guardias, acababan de presentarse como voluntarios para recibir un castigo ejemplar.

* * *

Morka Bruggu dio otro trago y soltó un ruidoso eructo.

—Allí es donde me hice con esta antigualla.

Golpeó con los nudillos la muslera metálica que llevaba atada a la pierna. Estaba casi partida en dos y Morka habría jurado que aún emitía un tenue brillo verdoso por la noche. No hacía juego con el resto de su armadura, pero ninguna norma le impedía llevarla mientras estaba de servicio. La había ganado en buena lid.

—Mi martillo contra la cabeza del señor del foso. —Simuló que aplastaba algo con las manos—. Que, de repente, ya no necesitaba.

Los demás guardias de Orgrimmar gruñeron.

—¿Esperas que nos creamos que tú mataste a un señor del foso? —dijo el tauren.

¿Cómo se llamaba? Lanagu, o algo así. Al reírse se estremeció de la cabeza a los pies y estuvo a punto de perder el equilibrio y caerse de las almenas. Había bebido por lo menos el doble que ella. Aquella mañana habían escamoteado más de un odre.

Morka le acercó un dedo a la cara y le dio un golpecito en el hocico que le hizo soltar un respingo.

—No he dicho que lo venciera yo sola, memo de cuernecitos astillados.

El tauren le apartó la mano de un golpe y soltó un resoplido.

—Vuelve a meterte con mis cuernos; sé lo mucho que te gustan.

—Pues a ver si te gusta esto —dijo ella mientras hacía un gesto que provocó un ataque de risa entre los demás—. En la pelea éramos más de treinta. El pobre Gurak terminó asado y no lo contó.

Morka dio otro trago y luego otro más. Por Gurak. Así lo habría querido. Pasó el odre a su derecha.

—El señor del foso había caído. Aún respiraba y seguía diciendo cómo iba a arder Azeroth... Ya conocéis a los demonios, pero le cerré el pico con el martillo. Así que, técnicamente, sí, fui yo quien lo mató, y creo que me correspondía a mí elegir botín en primer lugar.

Lanagu intentó dirigir una mirada escéptica a la muslera, pero sus ojos deambularon de acá para allá. Sí, se había pasado con la bebida.

—Es imposible que esa muslera le valiese. Tenía las piernas más grandes que tu... casa.

Morka volvió a golpetear en la protección y esbozó una sonrisa burlona.

—La llevaba en el dedo. Tengo un amigo herrero y la adaptó un poco...

—¡¿Qué andáis haciendo, imbéciles?!

El rugido se llevó las palabras que Morka se disponía a decir. El miedo debía de haberle atenazado las tripas, pero estaban llenas de alcohol. Se volvió hacia la escalera con una sonrisa de oreja a oreja.

Había reconocido la voz.

—¡Alto señor supremo Colmillosauro! Me alegro de verte —dijo.

Apenas era consciente de la alarma que había saltado en su cerebro. Se había emborrachado estando de servicio y seguramente eso fuera malo, pero tenía ante sí al héroe de su historia de guerra favorita.

—La batalla del Cruce —añadió—. Estuve allí contigo. Una victoria contra la Legión Ardiente, ¡por la Horda! —Gritó la última parte a pleno pulmón y le agradó oír el eco rebotando en los precipicios que bordeaban el Valle de la Fuerza, aunque le agradó menos que ninguno de los demás se uniera a su grito de guerra. Parecían asustados, incluido Lanagas o comoquiera que se llamase.

Y entonces vio la expresión de Colmillosauro. La vio de verdad.

—El Cruce —dijo Colmillosauro en voz baja—. ¿Estuviste allí?

—Sí, mi señor —respondió sin que se le trabara demasiado la lengua.

—¿Viajaste a las Islas Abruptas?

—No, mi señor.

—¿Asaltaste la Tumba de Sargeras? ¿Te uniste a la lucha en la cuna de la Legión? —La voz de Colmillosauro iba aumentando de volumen con cada pregunta.

—No me invitaron. —Morka hipó y añadió, nerviosa—: Mi señor.

Colmillosauro se le acercó.

—¿Que no te invitaron? ¿Es que tienen que invitarte a cumplir con tu deber? ¡Pues date por invitada formalmente a mantenerte sobria mientras proteges Orgrimmar!

Lo dijo gritándole a la cara. Morka no se atrevió ni a parpadear.

Colmillosauro alzó aún más la voz.

—¡A lo mejor te apetece explicarle a la jefa de guerra por qué sus guardias se dedican a pasarlo bien y a emborracharse mientras los espías de la Alianza se pasean a sus anchas tras las murallas de la ciudad!

A Morka se le escaparon las palabras de la boca:

—Al infierno con la Alianza y sus espías. No vamos a dejar de divertirnos por ellos.

Colmillosauro se quedó estupefacto. Pero ¿le asomaba una sonrisa en el rostro? Imposible.

—En ese caso, quizá deba pedirles a ellos que se ocupen de las guardias. ¡No podrían hacerlo peor que vosotros!

Le quitó el odre a Morka, cató el líquido del interior y lo escupió con gesto ofendido.

—Su bebida al menos está buena. ¡Preferiría volver a beber sangre de demonio antes que esto!

Tiró el odre almenas abajo y se volvió hacia uno de los antorcheros de acero de la muralla. Las antorchas solo eran necesarias de noche, pero según las normas, debían estar encendidas en todo momento. La llama de esta llevaba horas apagada.

—¡Apagada! ¡Qué detalle por vuestra parte que les ofrezcáis un pasillo oscuro a todos los pícaros de la Alianza que hay en el continente!

Les dio la espalda a los guardias y bramó hacia la ciudad de Orgrimmar mientras alzaba la antorcha apagada:

—¿Verdad que sí, amigos de la Alianza? ¿A que se merecen vuestra gratitud?

Una llama bailó al borde de la antorcha que sostenía, prendió unos instantes y luego se apagó con el viento.

Colmillosauro se la quedó mirando. Morka también. Todos la miraban fijamente.

La llama volvió y, por un momento, pareció saludarlo en un gesto claro de agradecimiento. Luego desapareció, dejando únicamente una voluta de humo blanco que, de algún modo, parecía burlarse.

Morka abrió los ojos como platos. Un espía de la Alianza los estaba vigilando. Seguro. Y los había puesto en ridículo a todos.

Colmillosauro devolvió la antorcha al soporte y respiró hondo.

Morka cerró los ojos.

La bronca subsiguiente hizo que le pitaran los oídos. Insultó a sus antepasados, cuestionó la inteligencia de sus camaradas y puso en duda la existencia de sus agallas. Describió sus cuerpos como sacos de estiércol lo suficientemente flexibles como para llevar a cabo actos imposibles. Sugirió que habría sido preferible que hubieran muerto a manos de la Legión para no deshonrar con su supervivencia a la Horda. Lamentó incluso que no hubieran sido los primeros en presentarse ante Sargeras cuando tenía Azeroth envuelto en su amoroso abrazo, pues el hedor habría expulsado al Titán Oscuro.

Morka estaba segura de que esas palabras se perpetuarían varias generaciones. Mil años después, sus descendientes se despertarían de noche con sudores fríos y con la furia del alto señor supremo taladrándoles el cráneo.

Y entonces, cuando la voz de Colmillosauro ya se había reducido a un murmullo áspero, les dijo que seguirían de guardia el turno siguiente. Y el siguiente. Y solo después pensaría en un castigo adecuado.

Luego se marchó.

Los guardias se quedaron pasmados, mirándose. Luego volvieron a sus puestos sin mediar palabra, bamboleándose levemente y con la mirada fija en el camino que llevaba hasta la ciudad. Seguían vivos porque la vergüenza no mata.

Horas después, Morka se dio cuenta de que Colmillosauro no les había preguntado sus nombres. Sintió un tremendo alivio. Después de todo, no podría imponerles más castigos.

* * *

Colmillosauro llegaba tarde a la cita con la jefa de guerra. Mientras volvía caminando a la ciudad tuvo que reprimir una sonrisa.

¿Guardias de Orgrimmar borrachos en horas de servicio? Como oficial le espantaba, pero como superviviente lo entendía.

La mayor parte de la Horda seguía alborozada por la derrota de la Legión. Como tantos otros soldados valientes, tendrían que estar muertos, pero de algún modo, gracias a los esfuerzos de unos cuantos campeones admirables, su mundo seguía siendo libre. Era lógico que festejaran la vida que podían haber perdido.

Pero las celebraciones había que dejarlas a su debido momento, y a esos guardias no se les volvería a olvidar.

No vio a nadie vigilando la entrada del Fuerte Grommash. Era extraño, pero no preocupante. La jefa de guerra se bastaba y sobraba para defenderse.

Entró en la sala de mando. Sylvanas Brisaveloz lo esperaba a solas. Aquello tampoco era habitual.

—¿Solo nosotros, jefa de guerra? —preguntó.

—Nathanos está fuera —dijo ella—. Se encargará de que la Alianza no nos espíe hoy.

—No lo he visto.

—Claro que no —dijo ella.

Se reunió con ella en la mesa grande que ocupaba el centro de la sala, sobre la que había un mapa detallado de Azeroth y sus continentes. Incluso la Isla Errante estaba dibujada con lápiz graso: parecía que nadase hacia las Islas Abruptas. Seguro que los exploradores pandaren estaban encantados de saber que las islas se podían visitar sin peligro a raíz de la derrota de la Legión. Bueno, más o menos sin peligro.

En el mapa había otras marcas más relevantes. Estaban los últimos paraderos conocidos de las flotas de la Alianza (Colmillosauro no vio nada que le sorprendiera) y unos cuantos lugares en los que los batidores y exploradores de la Alianza se habían enfrentado con los goblins cerca de Silithus. La Alianza vigilaba la actividad de la Horda en aquella zona, pero no habían pasado a la ofensiva para tomar la región. Todavía.

Nada de aquello insinuaba el motivo de la convocatoria de Colmillosauro.

—He de hacerte una pregunta, alto señor supremo —dijo Sylvanas—. Si te ordenara que destruyeras Ventormenta, ¿cómo lo harías?

Colmillosauro guardó silencio un momento. Se preguntó si sería una broma o le estaría tomando el pelo, pero la jefa de guerra hablaba totalmente en serio.

—No lo entiendo —dijo.

Sylvanas tamborileó con los dedos sobre el mapa como si pudiera aplastar el núcleo del poder militar de la Alianza con el pulgar. No sonreía.

—Es una pregunta muy sencilla. Imagínate que te ordeno que destruyas Ventormenta hoy. ¿Qué harías?

«Te desafiaría a mak'gora porque te habrías vuelto loca», pensó el orco. Pero la pregunta era sencilla y la respuesta, desoladora. Contestaría con una simple demostración.

Varias figuritas de piedra que representaban diferentes unidades militares bordeaban la mesa. Empezó a colocarlas sobre el mapa alrededor de Ventormenta, centrándose primero en las tropas de la Alianza. ¿Cómo se defenderían en un asedio? Con soldados en las almenas; balistas y cañones tras ellos para disparar ante cualquier intento de abrir una brecha en la muralla; grifos en las colinas para interceptar las maniobras aéreas de flanqueo; barcos en el puerto y taumaturgos en todos los frentes posibles. Ventormenta era una ciudad portuaria con un terreno fácil de defender.

A continuación, Colmillosauro colocó las fuerzas de la Horda que se enfrentarían a ellos. No pintaba bien.

—Nunca destruiríamos Ventormenta con un ataque terrestre directo. No tenemos suficientes barcos para llevar a nuestros ejércitos al Bosque de Elwynn sin que nos intercepten.

Tocó el mar frente a la costa de Ventormenta. El desastroso ataque sobre la Costa Abrupta solo había dejado una opción, pero era casi imposible aprovecharla.

—La armada de la Alianza sigue siendo su punto flaco. La nuestra podría cogerla por sorpresa. Es posible que nuestra flota tomara el puerto, pero no conquistaríamos la ciudad.

La flota de la Horda también había sufrido. Aunque derrotara a la de la Alianza —algo cuando menos dudoso—, tendrían los mismos problemas que en un avance por tierra: no había suficientes navíos para transportar a las fuerzas terrestres necesarias para tomar y defender la ciudad. Cualquier ataque de superficie contra Ventormenta fracasaría.

—Sacarían a los defensores de la muralla, los enviarían al puerto y nos rechazarían —concluyó.

—Estoy de acuerdo —dijo Sylvanas—. Sería un desastre. Espero que pronto superemos a la Alianza en el mar, pero, aun así, habría que enviar a toda la flota. Las demás naciones de la Alianza invadirían nuestros territorios como represalia y no podríamos detenerlos. Teniendo en cuenta todo lo anterior, ¿cómo destruirías Ventormenta, alto señor supremo Colmillosauro?

Colmillosauro tuvo que refrenar su tono.

—¿Quieres que te mienta, jefa de guerra? ¿Quieres que te diga que es posible aunque no lo sea?

—No.

La mirada fulgurante de Sylvanas se clavó en sus ojos.

—No pienses en Ventormenta como el primer objetivo, considéralo la meta final. ¿Cómo llegarías hasta allí?

Un escalofrío recorrió la espalda de Colmillosauro.

—Ese sería un camino largo y sangriento.

—Lok'tar ogar —dijo ella.

Colmillosauro sintió un arrebato de cólera. Sabía que no lo estaba disimulando, pero le daba igual.

—¿Tantas ganas tienes de librar otra guerra después de todo lo que hemos vivido?

Tiró de un manotazo las miniaturas de piedra, que cayeron de la mesa y traquetearon por el suelo de la sala de mando. Retrajo los labios, enseñando los colmillos y los dientes. Harían falta mil batallas, mejor dicho, mil victorias, para imaginar siquiera un triunfo absoluto de la Horda sobre la Alianza. Habría que pagar un precio catastrófico. ¿Y cuál sería la recompensa? ¿Derramar sangre de la Alianza y calcinar unas cuantas ciudades? La Horda no podría celebrarlo mientras rebuscaba entre las cenizas de sus hogares y de los seres queridos que caerían en combate.

—No eres Garrosh Grito Infernal. ¿Por qué quieres volver a meter a la Horda en una escabechina?

Pese a la furia del orco, los ojos de Sylvanas no vacilaron.

—Si me consagrara a la paz con la Alianza, ¿duraría un año?

—Sí —dijo secamente Colmillosauro.

—¿Y dos años? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Cincuenta?

Colmillosauro sintió que la trampa se cerraba a su alrededor y no le gustó.

—Luchamos codo con codo contra la Legión Ardiente. Se crearon lazos difíciles de romper.

 —El tiempo rompe todos los lazos.

Sylvanas se inclinó sobre la mesa. Sus palabras volaron como flechas:

—¿Tú qué crees, que la paz durará cinco o cincuenta años?

El orco también se inclinó hacia delante y se acercó hasta que su cara quedó a escasos centímetros de la de ella. Ninguno de los dos parpadeó.

—Lo que yo crea da igual, jefa de guerra. ¿Qué crees tú?

—Creo que los exiliados de Gilneas jamás perdonarán a la Horda que los expulsaran. Creo que los humanos de Lordaeron piensan que es una blasfemia que mi pueblo aún controle su ciudad. Creo que no es fácil enmendar el antiguo cisma entre nuestros aliados de Lunargenta y sus parientes de Darnassus.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Sylvanas. No era agradable.

—Creo que la tribu de los Lanza Negra no ha olvidado quién los echó de sus islas —prosiguió—. Creo que todos los orcos de tu edad se acuerdan de los años que pasaron encarcelados en campamentos inmundos, sumidos en la desesperación y sobreviviendo de las migajas de los humanos. Creo que todos los humanos recuerdan los relatos de la terrible Horda que provocó tanta destrucción en su primera invasión, y creo que les echan la culpa a los orcos, independientemente de lo que tu pueblo haya hecho para redimirse. Y recuerdo muy bien que mi primer Renegado y yo fuimos leales ciudadanos de la Alianza. Morimos bajo aquel estandarte y nos lo pagaron persiguiéndonos como si fuéramos alimañas. Creo que no habrá paz permanente con la Alianza a menos que impongamos nuestras condiciones en el campo de batalla. Y como creo todo eso, respóndeme, Colmillosauro: ¿de qué sirve retrasar lo inevitable?

«Por los espíritus, es despiadada».

Hubo unos instantes de silencio entre ellos. Cuando Colmillosauro retomó la palabra, su voz se había calmado:

—Entonces deberíamos hablar de prepararnos para la próxima guerra, no de iniciarla hoy.

—Eso hacemos —dijo ella—. Eres la única criatura viva que conozco que ha conquistado tanto Ventormenta como Orgrimmar, Colmillosauro. Dices que con nuestros efectivos actuales es imposible lanzar un ataque frontal contra Ventormenta. ¿A la Alianza le pasa lo mismo? ¿Bastan las defensas naturales de Orgrimmar para rechazar un ataque por sorpresa?

«No», concluyó Colmillosauro al instante. Se rebelaba contra la idea, pero todos los argumentos en sentido contrario que se le ocurrían se derrumbaban enseguida. Orgrimmar estaba más expuesta que Ventormenta. El puerto estaba fuera de la muralla y por eso era vulnerable. La guerra civil contra Garrosh Grito Infernal lo había demostrado. No sería fácil volver a irrumpir en Orgrimmar —Colmillosauro había pasado años asegurándose de ello—, pero podía hacerse y él sabía cómo. «Atraen a la armada, desembarcan tropas en Durotar y Azshara, aíslan la ciudad, inician el asedio desde dos direcciones, esperan a que la ciudad se muera de hambre...».

—Mi obligación es asegurarme de que eso no suceda, jefa de guerra.

—¿Y si sucede?

Colmillosauro soltó una carcajada amarga.

—En ese caso, la Horda cargará hacia la batalla y morirá con honor, porque tras la muralla solo nos espera una muerte lenta.

Sylvanas no rio con él.

—Mi obligación es impedir que eso suceda.

—El muchacho de Ventormenta no iniciará una guerra mañana —dijo Colmillosauro.

La jefa de guerra frunció el ceño.

—¿Con Genn Cringrís hablándole al oído? Ya veremos.

Colmillosauro tenía que reconocer que aquello sí era motivo de preocupación. En el fragor de la batalla contra la Legión Ardiente, Cringrís había organizado una misión para matar a Sylvanas. Una misión que había provocado la destrucción de algunas de las pocas naves que le quedaban a Ventormenta.

Se rumoreaba que Cringrís había ordenado el ataque sin permiso de Anduin, pero, por lo que sabía Colmillosauro, no lo habían castigado por ello. Las implicaciones de este hecho eran preocupantes, y todas las posibles explicaciones llevaban a la misma conclusión: el viejo huargen siempre empujaría a la Alianza hacia la guerra contra la Horda.

Los ojos de Sylvanas centellearon.

—Y el muchacho se está haciendo hombre. ¿Y si ese hombre decide que no le queda más remedio que declararnos la guerra?

Señaló el mapa. Había una marca grande en Silithus, el lugar donde la espada del Titán Oscuro había penetrado en el mundo.

—Haga lo que haga yo, eso hará que cambie el equilibrio de poderes. Está apareciendo azerita por todo el mundo, Colmillosauro. Ni la Alianza ni nosotros conocemos todo su potencial. Solo sabemos que cambiará radicalmente la manera de hacer la guerra. ¿Cómo será dentro de veinte años? ¿Y de cien?

—Merece la pena aspirar a cien años de paz —repuso Colmillosauro con un gruñido grave.

Pero en cuanto las palabras salieron de su boca, quiso retirarlas. Sabía lo que iba a decir Sylvanas.

Y él estaba de acuerdo.

La jefa de guerra no lo decepcionó:

—Si los cien años de paz terminan en una guerra que aniquila a ambos bandos, no merece la pena. Cambiar el futuro por la comodidad temporal es un trueque cobarde. Los hijos de la Horda, y los hijos de sus hijos, maldecirán nuestro recuerdo mientras arden.

Su voz se suavizó, pero solo un poco.

—Si hubiera misericordia en esta vida, tú y yo disfrutaríamos de paz el resto de nuestros días. Ya hemos visto demasiada guerra, pero aún nos queda mucha más.

«En eso estamos de acuerdo».

—¿Entonces ya estás decidida, jefa de guerra? ¿Nos llevas a la guerra? ¿Pese al coste?

—Veo una oportunidad, y necesito un plan para aprovecharla —dijo Sylvanas.

—¿Y si no logro idear ese plan?

—Pues no haremos nada, por supuesto.

—En ese caso, explícame la «oportunidad» —dijo él—. Porque yo no la veo.

—Sí la ves. Ya la has mencionado —dijo ella—. ¿Por qué es imposible invadir hoy Ventormenta?

—No tenemos suficientes barcos.

Colmillosauro la miró con recelo mientras evaluaba las opciones. «¿Cómo va a ser eso una oportunidad?».

—Podemos destinar los barcos al transporte o a la guerra, pero no a las dos cosas...

La respuesta lo alcanzó con tanta fuerza que le hizo tambalearse. Se le aflojaron las rodillas y se agarró a la mesa con las dos manos. Después de un instante, volvió a mirar a Sylvanas, lívido.

Lo había llevado hasta una verdad que no había visto y de repente le parecía que el mundo entero había cambiado. Hacía unos segundos, en lo más profundo de su ser sabía que la guerra era imposible.

Pero ahora...

—¿Ya lo has entendido? —preguntó Sylvanas en voz baja.

Colmillosauro no dijo nada. No podía. Había estado tan centrado en defender a la Horda de la Legión que no había visto las consecuencias de aquella guerra.

La Alianza y la Horda llevaban años en una especie de punto muerto. Ambos bandos eran poderosos y tenían fuerzas destacadas por todo el mundo. No era posible entrar en acción sin sufrir una represalia inmediata. Por eso, Varian Wrynn había decidido no aplastar a la Horda tras el asedio de Orgrimmar; sabía cuántas vidas le habría costado a su pueblo. Y visto en retrospectiva, habría supuesto la muerte de Azeroth, pues la Horda y la Alianza habían tenido que emplear todas sus fuerzas para asegurar la supervivencia del planeta.

Pero la Costa Abrupta había desequilibrado la balanza, ¿no? El desastroso contraataque lanzado contra la Legión había destruido una parte importante de las flotas de ambas facciones y los meses de guerra subsiguientes habían acentuado el problema. La Horda y la Alianza mantenían posiciones fuertes en todos los continentes, pero ahora carecían de medios para reforzarlas o trasladar sus tropas a otros frentes.

«Hasta que reconstruyamos la armada, nadie controla los mares».

Para eso harían falta años. Y cuando sucediera, el punto muerto volvería y el coste de la guerra sería demasiado elevado.

Por todos los espíritus, Sylvanas tenía razón por mucho que Colmillosauro tratase de negarlo. La guerra volvería algún día y, si las dos facciones eran fuertes, arrasaría naciones enteras. ¿Cuántos pueblos de Azeroth se extinguirían en la lucha?

«Pero, hasta entonces, ambos bandos tienen debilidades y poco tiempo para aprovecharlas. Nos saldrá caro, pero podremos sobrevivir».

—Crees que podemos conquistar Kalimdor —dijo él—. Todo el continente.

No era una pregunta. La Alianza era más fuerte en los Reinos del Este. La Horda, en Kalimdor.

Sylvanas inclinó levemente la cabeza.

—Sí.

Colmillosauro ya lo estaba planeando con cuidado. ¿Dónde tendría que atacar la Horda? ¿En el Monte Hyjal? ¿En la Isla Bruma Azur? No, el poderío militar de la Alianza estaba concentrado en un solo lugar; allí estaban destacadas sus fuerzas y desde allí podían enviarlas al resto del continente.

—Darnassus —dijo entre dientes—. Teldrassil, el Árbol del Mundo. Jefa de guerra, aunque fuera posible...

—¿Es posible? —preguntó ella—. Si enviáramos un ejército a la Costa Oscura para tomar el Árbol del Mundo, ¿la Alianza nos detendría?

«No. Al menos, si el ataque los coge por sorpresa. Si la Horda consigue no quedarse empantanada en Vallefresno...».

—Alto señor supremo —insistió Sylvanas—, di lo que piensas. ¿Es posible?

—Es posible —dijo lentamente Colmillosauro—, pero no sin graves consecuencias.

—Desde luego.

—Ganaríamos una batalla, no la guerra —dijo Colmillosauro—. Si alteramos el equilibrio de poderes, la Alianza responderá. Nuestras naciones en los Reinos del Este serían vulnerables a las represalias.

—Sobre todo la mía —dijo Sylvanas.

El alto señor supremo se alegraba de que lo hubiera dicho ella y no él. ¿Qué objetivo exigiría Cringrís que atacara la Alianza sino la sede del poder de Sylvanas?

—No sé si podremos proteger Entrañas si la Alianza se une en nuestra contra.

—¿Y si no se unieran? —preguntó Sylvanas con una nueva sonrisa—. ¿Y si estuvieran divididos?

«Entonces ganaría la Horda».

—¿Cómo? Si atacamos por sorpresa el hogar de los elfos de la noche, toda la Alianza querrá vengarse.

—Al principio, sí. Se enfurecerán y se unirán en contra de nuestra agresión —dijo ella—. Pero ¿qué querrán los elfos de la noche por encima de todo? Exigirán a la Alianza que los ayude a reconquistar su hogar.

«Pero la Alianza no tendrá suficiente poder, ni en Kalimdor ni en sus flotas».

Otra vez. Lo había vuelto a hacer. Le había hecho ver una nueva posibilidad y su mundo volvía a tambalearse bajo sus pies. Las repercusiones estratégicas se desplegaron ante él como la Vorágine.

—Tardarán años en plantearse la reconquista de Darnassus.

—Lo has entendido, alto señor supremo —dijo Sylvanas—. Piénsalo bien. ¿Qué sucede a continuación?

—Podrían tratar de conquistar Entrañas..., pero tendríamos Darnassus como rehén. Los elfos de la noche no permitirán que tu ciudad caiga si temen que tú destruyas la de ellos. Y lo mismo se aplica a un ataque contra Lunargenta.

Las ideas asaltaron la mente de Colmillosauro. «Tiene razón. Podría funcionar».

—Incluso si la Alianza aceptara reconquistar Darnassus... ¡Los gilneanos!

Los ojos de Sylvanas desaparecieron bajo el borde de la capucha.

—Perdieron su país hace años. Los gilneanos se enfurecerán si la Alianza antepone a los kaldorei —dijo ella—. El muchacho de Ventormenta tendrá una crisis política en sus manos. Es inteligente, pero no experimentado. ¿Qué sucederá cuando Genn Cringrís, Malfurion Tempestira y Tyrande Susurravientos le exijan que actúe de manera diferente? No es un rey reverenciado como su padre. Los demás lo respetan por cortesía, no por obligación. Anduin Wrynn se convertirá enseguida en un líder incapaz de actuar. Si la Alianza no marcha unida, cada nación se cuidará de sus intereses. Cada ejército volverá a casa para defender sus tierras ante nosotros.

—Y así es como caerá Ventormenta.

Colmillosauro estaba impresionado. Era brillante. No harían falta mil victorias para destruir la Alianza. Bastaría con una. Con una sola ofensiva estratégica, la presión inutilizaría a la Alianza durante años, siempre que no obraran milagros en el campo de batalla.

—Quieres destruir la Alianza desde dentro. Su poderío militar no sirve de nada si sus miembros están aislados. Luego firmaremos la paz con cada país y los iremos amputando de la Alianza, uno a uno.

—Para que un enemigo se desangre, le infliges una herida incurable. Por eso necesito que traces el plan, alto señor supremo —dijo Sylvanas—. En cuanto iniciemos el ataque, no habrá vuelta atrás. Solo dividiremos a la Alianza si la guerra para conquistar Darnassus no los une en nuestra contra. Eso solo sucederá si la Horda consigue una victoria honorable, y no estoy ciega: la Horda no confía en que yo libre así la guerra.

De nuevo tenía razón. Colmillosauro escogió con mucho cuidado sus siguientes palabras.

—Tardaré algún tiempo en prepararlo. Tal vez no sea posible si la Alianza vigila todos nuestros movimientos.

La sonrisa de Sylvanas se ensanchó.

—Creo que sus espías pronto serán nuestra principal baza.